miércoles, 8 de agosto de 2012

NUNCA DEJARÉ DE VERTE



NUNCA DEJARÉ DE VERTE


El día que Flora salió de paseo bajo la lluvia, nadie se percató de su ausencia hasta que el sol salió de nuevo entre las nubes. Todos los familiares, que habían deambulado resignados por las instalaciones acompañando a los suyos, estaban ya de regreso a sus respectivas casas cuando la auxiliar de guardia, en plena vorágine de recuento de residentes, uno por aquí errante, otro por allá gritando, aquel anclado al asiento sin dejar de llorar, se extrañó al ver el rincón de Flora desocupado. Las plantas que ella cuidaba con mimo permanecían todavía al otro lado de las hojas del cristal que daban al patio trasero, anegadas en sus tiestos como un pluviómetro olvidado. La voz de alarma cundió en el pabellón, interrumpida por gritos y aplausos, hasta que el director decidió dar parte a la autoridad. Mientras, Flora caminaba por los verdes pastos, calada hasta los huesos, con la única esperanza de hallar la senda correcta que la llevara hasta su hermana. Y tanto anduvo bajo la recia cortina de agua, que se desorientó. Pero aterida de frío incluso, logró vislumbrar una antigua señal que la animó a seguir adelante; el viejo roble en lo alto de la loma, su lugar de encuentro. Tenía que estar allí; María se lo había prometido hace algún tiempo. No sabía exactamente cuándo, pero eso era todo lo que podía recordar de su vida junto a ella.

    El prado apenas había cambiado desde la última vez que anduvo por allí. La llanura extendida hasta más allá donde alcanzaba la vista, las suaves pendientes que emergían de la nada donde las gemelas rubias jugaban a lanzarse rodando, y las cercas de alambre para las reses que en cierta ocasión le lastimaron un traje precioso de lilas estampadas mientras las dos huían de una travesura. No conseguía recordar de cuál de tantas se trataba, pero sí la añoranza de la piel arrugada en el rostro, las lágrimas aflorando sin descanso y aquel intenso dolor de barriga que compartieron juntas durante un tiempo que para Flora había transcurrido como un suspiro.
   “Te juro que nunca dejaré de verte”, le dijo María el día en que las separaron. Eran tan hermosas y vivarachas, y tan dilatadas las deudas de su padre, que este no tuvo más remedio que prescindir de una de sus gemelas. Un capricho del Señor Conde, que al parecer, no podía dar hijos a su bienamada esposa. Las hermanas se vieron durante algunos meses y en contadas ocasiones bajo aquel árbol, gracias a las fugaces escapadas de María. En el poco tiempo del que disponían, recordaban sus travesuras y andanzas. María le traía cestos llenos de comida y alguna muñeca de trapo que le confeccionaba la Señora Condesa, y le contaba muchas cosas de la vida en palacio. También le confesaba una y otra vez que echaba mucho de menos a su mamá de verdad y nunca dejaba de mandar muchos besos y abrazos a sus antiguos compañeros del cole. Doña Margarita era mejor profesora que la bruja que le daba clases particulares, y no le tiraba del pelo cuando se equivocaba en el cálculo o cometía faltas de ortografía. El Conde opinaba que así era mejor para ella. “Sólo la disciplina puede adiestrar a las fieras”, le decía cuando acudía a él para explicarle sus infortunios. Sin embargo, pese a que no parecía haber cambiado en absoluto desde su estancia en el palacio, Flora no podía disimular su preocupación ante el notable oscurecimiento de los rizos de color platino que tanto la caracterizaban.
  
   Los cabellos blancos se adherían a su frente como si fueran pringue. En un momento transitorio de lucidez, Flora se percató de la inexistencia de calzado bajo sus pies. Agachó la cabeza, extrañada, y los encontró cubiertos de barro y salpicados de pequeñas islas de piel lechosa con venitas azules. Sonrió, y se imaginó en ese instante a su madre esperándola en la puerta de casa con su alpargata de esparto en la mano. “Estaba jugando con la tata”, le confesaba sin pudor. En aquellas dulces correrías debía estar pensando Flora para seguir caminando encorvada hacia el viejo roble, con los brazos cobijados bajo su empapada chaqueta.
   Un día lluvioso de domingo como el que nos ocupa, pero ya muy lejano, María no acudió a su cita. Insatisfecha y preocupada, su hermana Flora recorrió el par de kilómetros que distaban entre el viejo roble y el palacio de los Condes de Tamarindo, para plantarse en la puerta de la mansión y aporrearla a aldabonazos. Un señor mayor de aspecto gracioso por su atuendo la recibió, y quedó sorprendido de inmediato al reconocer en ella a la misma señorita María. Pronto cayó en la cuenta de quién se trataba Flora realmente, gracias a su participación en las escapadas prohibidas de la señorita. Luego, tuvo que contener la emoción cuando le reveló que la Señora Condesa y su hija María habían partido de improvisto a Barcelona dos días antes. Flora no entendió nada, y mucho menos cuando recibió la primera carta de María desde la ciudad condal. “Estoy muy bien aquí. Seguro que pronto nos vemos”. Todo lo demás apenas carecía de significado, no sólo porque aún no supiera leer bien o porque las cartas no vinieran acompañadas de queso, vino y embutidos, sino porque aquellas palabras que le escribía su hermana ya no le arrugaban la cara para hacerla reír.
  Y así transcurrieron diez meses hasta que las gemelas tuvieron su primera menstruación en la distancia, dos años y tres meses hasta que María ingresó en un colegio de monjas, y casi cuatro años hasta que Flora recibió su última correspondencia. En ella, María decía que estaba algo enferma porque había empezado a toser mucho. Ya no podía asistir a clase, pero las monjas no se cansaban de repetirle que se iba a poner buena porque tomaba muchas cucharadas de una medicina horrible que sabía como las sopas de su verdadera mamá, y porque contaba con la ayuda de la Virgen de Montserrat, a la que rezaba constantemente.





    Flora acarició el tronco nudoso. Sus largos dedos tamborileaban en la madera. No acertaba a comprender porqué le sangraban ni qué hacía ese feo raspón atravesando su antebrazo; sin embargo, no le importaba lo más mínimo. Sonreía pese al frío atroz que atenazaba todos sus músculos y que le hacía castañear los pocos dientes que lucía. Recorriendo con la palma de su mano la corteza del viejo roble, se dobló lentamente sobre sus rodillas, que chasquearon quejicosas, y se acurrucó entre las raíces al calor de sus propios recuerdos y la añoranza de María. Cuando más reconfortada estaba, cerró los ojos y se abandonó al sueño.
    Se despertó en un prado bien distinto, salpicado de colores intensos, donde la hierba crecía azul celeste hasta más allá del horizonte. Un sol oscuro de aureola deslumbrante volvía a dorar su cabello ante sus ojos. “Caray”, exclamó cuando sus pupilas se acostumbraron a la nueva luz. El cielo era verde, verde manzana, más intenso que la hierba salvaje del prado que siempre había conocido, y la brisa le trajo esos trinos de gorriones y petirrojos que nunca había olvidado. Se halló extasiada a la sombra del árbol, cuya copa poblada de hojas de todos los tamaños y colores la cobijó en una atmósfera fresca y agradable.
   De un salto se alzó de pronto con una sonrisa que le colgaba de oreja a oreja, y buscaba a su hermana en medio de aquel vasto océano de tonalidades. María siempre la visitaba en sus sueños, solo que aquel era tan vívido y maravilloso que Flora se desorientó hasta tal punto que llegó a marearse. “Ya te acostumbrarás”, dijo de pronto una voz muy familiar detrás de ella. Flora se giró rápidamente y la encontró allí, escondida tras el tronco, aguardándola serena. Sus rizos eran dorados, casi platinos como lo fueron antes de que se la llevaran a palacio, y su carita inocente y risueña poseía la hermosura que las identificaba. Flora cerró los ojos y dejó que su gemela la abrazara. Rieron felices hasta que les dolió la barriga, mientras inspiraban los aromas de sus cabellos y se lamían la mejilla la una a la otra entre risotadas, como lo hacían los gatos que vagaban por el campo. Entonces, unas voces que procedían de las faldas de la loma las interrumpieron. Parecían unos hombres. “¡Señora Flora!”, gritaban, “¿Está bien?” María le sonrió pícaramente y se acercó después a su oído para hacerle una divertida proposición.

   Los dos efectivos de la Benemérita y el propietario de la finca llegaron a las faldas de la loma, todos ellos con la lengua fuera y las botas llenas de barro. Había dejado de llover hacía más de cuatro horas, desde que el director de la residencia “El Palacio de los Tamarindo” efectuó la llamada de emergencia al cuartel del pueblo y comenzó la búsqueda de la anciana por toda la zona. Anochecía. El más veterano de los guardias, al mando del volante del todoterreno, se disponía a solicitar ayuda a las dotaciones de los municipios vecinos, cuando recibió una llamada en su móvil. Descolgó el manos libres y habló con uno de los ganaderos del pueblo, quien, alarmado, le comunicó que había visto deambulando por su propiedad a una extraña mujer, a la que había sorprendido desde la lejanía sorteando con pasmosa facilidad una cerca de alambre de espino. Enseguida, los guardias se plantaron en la entrada de la finca, donde el dueño les aguardaba con expectación, y anduvieron a pie campo a través hasta aquel vallado. En la alambrada hallaron un trozo de tela y algunas gotas de sangre que afortunadamente la lluvia no había eliminado por completo. “Más allá no hay nada donde guarecerse”, les indicó el amo de la propiedad, “sólo el viejo roble”.
    Así, los tres, apresurados y nerviosos, llegaron hasta la pequeña loma sobre la que se erigía el árbol. Desde la distancia adivinaron a una persona sentada junto a su tronco y, como si la conocieran de toda la vida, comenzaron a gritar su nombre. Subieron el desnivel a buen ritmo sin obtener respuesta. Siguieron ascendiendo y gritando. Uno de los guardias se adelantó a los otros y, cuando iba a llegar a lo alto, escuchó de pronto unas risas infantiles que parecían arrastradas por la brisa. Se detuvo en seco. “¿Habéis oído eso?” Nadie le respondió unos metros más abajo. A punto de comenzar el repecho final, el guardia presenció cómo los matojos de hierba que le separaban de la cima se movían, y sintió una extraña corriente helada que le atravesó de lado a lado, erizándole el vello por completo. Los dos hombres que le seguían también percibieron aquella sensación repentina que el hallazgo posterior acabó por hacerles olvidar. Así no supieron que, invisibles a sus ojos, las gemelas Flora y María volvieron a disfrutar rodando pradera abajo como si el tiempo nunca las hubiera distanciado.


 
D.R.G.

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